El sistema educativo tal y como lo conocemos surgió para cubrir una
necesidad. Fue diseñado acorde a los intereses del contexto económico durante
la Revolución Industrial. Es por ello que su principal finalidad era preparar
profesionales que pudiesen desempeñar los oficios que se requerían: esta
tendencia se ha mantenido en el sistema educativo tal y como lo conocemos en la
actualidad, de forma que la consideramos una premisa: es por ello que el
sistema educativo y el sistema laboral comparten el mismo paradigma desde
entonces, dado que el primero ha ido nutriendo al segundo.
Pero es en la actualidad donde se está produciendo un desfase importante:
nos encontramos en un contexto diferente en el que globalización ha cambiado el
modelo económico y la tecnología nuestra forma de trabajar e incluso de
comunicarnos.
En un futuro próximo surgirán trabajos y nuevas necesidades que
todavía no existen y por tanto desconocemos, y es por ello que resulta inviable
mantener una relación tan biunívoca entre educación – proyección laboral.
Dado que este paradigma se encuentra profundamente
arraigado en los cimientos de nuestro sistema educativo, resulta muy complicado
replantearlo dándole un giro de 180 grados, pero sí es posible reajustar algunas tendencias e incluso premisas de las que se parte:
con un cambio en el reparto de carga lectiva según qué áreas: sin restar
importancia a las matemáticas, ciencias y lengua, es fundamental tener en
cuenta que en un futuro próximo, dada la automatización de procesos en la
industria y la reducción de recursos humanos necesarios, lo que realmente tendrá valor serán las ideas
y la capacidad de generarlas: si cobra importancia en la educación “cualquier tipo de actividad que implique el alma, el
cuerpo, los sentidos y buena parte del cerebro” (Ken Robinson) seremos capaces de ayudar a los niños y niñas a formarse como
personas creativas, divergentes, resilientes y dinámicas: en definitiva,
prepararlos para desenvolverse en un futuro incierto que todavía desconocemos.